Barcelona (Freddie Mercury y Montserrat Caballé, 1988)
Mucho
 antes de convertirme en el “friki” que soy, recogiendo café en las 
frías lomas del Escambray, escuché en un radiecito de pilas que había 
muerto de SIDA un tal Freddie Mercury. Aquel nombre entonces no me decía
 nada, pero pronto comencé a venerarlo, por culpa de Barcelona…
Y
 es que los Juegos Olímpicos que armó la Ciudad Condal no solo fueron 
los más espectaculares por el pebetero encendido a tiro de flecha, las 
palizas del Dream Team, la cosecha dorada de Vitali Shcherbo o el 
utópico quinto lugar por países que ganó Cuba, sino por su canción 
oficial, una ópera-rock interpretada a dúo por Mercury y la soprano 
catalana Montserrat Caballé.
Esta
 oda a la amistad, que refleja la admiración mutua entre Freddie y la 
Monste, materializó un viejo sueño del ya por entonces mítico vocalista 
de la banda Queen, responsable de clásicos como Bohemian Rhapsody, Somebody to Love, We Will Rock You o I Want To Break Free, entre muchos más.
Resulta
 que Freddie, dueño de un impresionante registro vocal y amante de la 
ópera, quedó prendado de la Caballé desde que la escuchó interpretar el Un Ballo in Maschera
 de Verdi en el Royal Opera House de Londres, en 1981. Años después, en 
España, confesó a la televisión local su admiración por la barcelonesa, 
ella lo escuchó y le propuso hacer algo juntos.
Jim
 Beach, manager del británico, arregló el anhelado encuentro en el Hotel
 Ritz, justo cuando Mercury buscaba ideas para su segundo proyecto en 
solitario. Al principio Freddie creía que harían una canción o un dúo, 
pero la Montse le preguntó cuántas canciones tenía un disco normal de 
rock´n´roll, y le propuso hacer 10 temas juntos. “Es increíble… ¡Voy a 
hacer ópera! ¡Fuera el rock´n´roll!”, evocaba el cantante.
Sus
 apretadas agendas apenas le dieron un margen de tres días para crear, 
pero la química fue inmediata, Freddie quedó cautivado por la 
personalidad de la soprano y la libertad que le inspiró para componer.  El
 músico le puso el corazón y todas las fuerzas que le quedaban a su 
cuerpo, minado ya por los estragos de su terrible y casi desconocida 
enfermedad.
En
 octubre de 1988 sale al mercado el disco Barcelona (Polydor), con gran 
protagonismo de una ópera con tendencia al glam rock y un pop de 
alcurnia, pero sobre todo con una poderosa y conmovedora canción 
inicial, que no importa cuántas veces escuche, siempre consigue 
estremecerme de emoción.
Y
 estremece por muchas razones. Porque ya Freddie se sabía condenado, y 
en lugar de echarse a morir nos legó el testimonio inapelable de que 
ningún cantante de rock tuvo una voz como la suya. Porque vocalmente 
empastó de maravillas con una monumental intérprete a la que idolatraba,
 pero que llegó a ser su amiga y confidente. Por ese mágico final en que
 la Montse nos eleva con un crescendo melódico a un cielo donde Freddie 
nos pega el tiro de gracia con un magistral “¡Barcelona!” que desata un 
arrebato de campanas…
Le
 presentaron una maqueta de la canción al alcalde Pascall Maragall, y el
 Comité Olímpico Español la eligió himno oficial de la cita. El dúo la 
cantaría en la apertura, pero Fredie murió ocho meses antes, el 24 de 
noviembre de 1991, un día después de hacer pública su enfermedad, con 
apenas 45 años.
Al morir Mercury se buscó otra canción y así llegó Amigos para Siempre, bonita pero inferior a Barcelona.
 Se dice que su compositor, el afamado autor Andrew Lloyd Webber, puso 
como condición que una ex suya, la soprano Sarah Brightman, fuera la 
elegida para cantarla con el español José Carreras.
Sin
 embargo, la alcaldía barcelonesa incluyó una cláusula en los contratos 
televisivos de los Juegos: cada transmisión o retransmisión debería 
abrir y cerrar con Barcelona. Hermosotributo a una ciudad, un espíritu y un artista cuyo epílogo fue como su vida: deslumbrante, sobrecogedor, inmenso…
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